«Y lo miré…»

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Cuando estaba ya al borde de la hipotermia, sentí un fuerte aliento sobre mi nuca. Me giré y me quedé mirando embobada unos ojos del color del oro. No era un dorado cualquiera. Imaginaos una pequeña canica del metal más brillante del mundo, recubridla de una delgada capa de agua y miradla a la luz. Ahora, añadidle un minúsculo  diamante, tan pequeño como una gota de rocío en una amapola al amanecer. Eso podría ser una pobre imitación de lo que eran aquellos ojos, pero creedme cuando os digo que es sencillamente inexplicable. Al fijarme aún más, se me encogió el corazón al ver felicidad, una sonrisa emocionada, la misma ilusión que se ve en los ojos de un niño, un tenue atisbo de esperanza.

Cuando pude despegarme de aquella mirada, me fijé en su boca entreabierta, sus pequeñas, casi imperceptibles, pero muy eficientes orejas, y por supuesto… en su piel.

Esa piel rojo escarlata, también de aspecto metalizado, contrastaba con sus ojos, y su postura elegante y majestuosa sin quererlo, realzaba y embellecía su imagen. Sin embargo, estaba encogido, resguardado en sí mismo. Sus extremidades se apoyaban en el suelo como si fueran plomo, cuando podrían ser tan ligeras como la delicada mariposa que revolotea aquí y allá durante la primavera.

Al tacto, era suave y resbaladiza, pero no húmeda. No tenía pelo, ni tampoco plumas. Era una interminable sucesión de diminutas escamas que, a pesar de formar un único ser, parecían independientes, vivas en su minúscula existencia.

Su cola, tan grande como mi brazo, arrastraba por el suelo, cansada. Y reposadas sobre su lomo, descansaban unas amplias alas plegadas, del mismo color que el resto de su cuerpo, y excesivamente grandes respecto al resto de su cuerpo. Sin embargo cuando, sin dejar de sostener su mirada en mí, las desplegó como animándome a acercarme, vi que no podían ser de otra forma. Eran perfectas para él.

Sentí la repentina tentación de echar a correr hacia el animal, hasta que un denso humo empezó a salir de su nariz. «Ese bicho podría chamuscarme en cualquier momento», pensé. Pero el animal seguía mirándome suplicante, y poco a poco me acerqué a tocarle el hocico a ese «pequeño» dragón. Me sorprendió descubrir que, a pesar de ser conocido como un reptil, un animal de sangre fría, desprendía calor. El humo que salía de su nariz no era una amenaza, sino muestra de los líquidos en ebullición de su interior.

En cuanto me encontré frente a él, el joven dragón escarlata cerró las alas en torno a mí, como abrazándome. Poco a poco, mi temperatura corporal fue aumentando, y entorné los ojos, mientras rodeaba el cuello del animal con mis brazos desnudos, demostrando lo mejor que podía mi agradecimiento. Me había salvado la vida.

Tras un rato en esa situación, sentí una gota resbalar sobre mi hombro. ¿Lluvia? Lo que faltaba… Miré hacia arriba y sonreí. Era, simplemente, la felicidad de una cría de dragón que por fin se sentía querida.

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